domingo, 4 de octubre de 2015

TP5 Transposición - Raymond Carver

 Raymond Carver es un escritor norteamericano que está sustanciado en el empleo de fraseo corto, en la huida de cualquier elemento accesorio o palabra ociosa, en el retrato de una clase media desarraigada y, sobre todo, en lo que se podría denominar como un “trasfondo desconcertante”. No existe relato de Carver sin desconcierto; se trata de textos que transmiten con una fuerza extraordinaria, la sensación de verosimilitud y en los que, sin embargo, sucede lo inesperado. La contradicción entre lo que debería suceder y lo que de hecho sucede es una de las características más importantes de su literatura. Se trata, en fin, de la ausencia de nexo causal entre las circunstancias de la historia y las acciones de los protagonistas. Ésta es una señal común y significativa de cierta narrativa moderna y contemporánea a la que se puede acceder desde la comprensión de los textos carverianos.


Al lector se le aparece “un esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad”, como una revelación hueca, una revelación ante la que el lector lo único que puede hacer es quedarse desconcertado.

Los relatos de Carver tienen el impacto que tienen porque transmiten una autenticidad de fondo: transmiten, en concreto, la propia incapacidad del autor por encontrar, en el orden de cada vida, un sentido, una razon. En el fondo de la mayor parte de su obra late el convencimiento de que el amor, la vida en pareja y la familia son el contexto necesario para el sentido de la vida por más que sea absolutamente incapaz de explicar por qué ni en qué medida se deben administrar.

Nunca Raymond Carver se molestó en ocultar que en cada uno de sus cuentos escribía, de alguna forma, sobre sí mismo: y ello influía desde en la elección del género hasta en sus contenidos: “cualquier gran escritor –decía en una entrevista- o, simplemente, buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad”.


A continuación un poema del libro Vos no sabés lo que es el amor y otros poemas donde cuenta su visita a Argentina en plena dictadura militar y como el relaciona esta circunstancia con su propia muerta, ya que el estaba enfermo de cáncer cuando lo escribo.










Raymond Carver, El don de la ternura
Tarde en la noche. Comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.
Recordé esa tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.
Reconstruí la escena:
regresé a ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fino que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.
No vimos a una sola persona.
“Es como si todo estuviera de luto,”
fue tu comentario.

Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron de la Argentina
a un departamento en el que pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
No nieva en esa ciudad,
pero el departamento disponía
de un amplio ventanal desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,
cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta
y dejarme guiar por la luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.
En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.

Un mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.
Me contestó que estaba sin fondos.
Su mujer había viajado a México
por unos días y él ya no tenía dinero,
no llegaba a fin de mes.
“Está bien”, le dije. “Te entiendo.”
Y así era,
no necesité explicaciones.
Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse en mi recuerdo
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.
Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.

Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. “Yo también.”
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.